domingo, noviembre 13, 2005

Reflexiones en voz alta (II)

Como bien he dicho uno nunca sabe cuándo la tinta está seca. Pero sucede. Por mucho que vuelvas al lugar encantado el hechizo no prospera. Y da cierta angustia (como la falta de aire bajo tierra) querer contar cosas, volver a hilo argumental, seguir la trama... donde ya no hay nada.
Quizás nada era importante, ni relevante, ni ninguna de las dos cosas.
Quizás todo estaba destinado a perderse, a no ser visto, a no ser contado.
Quizás.
O no.


De en medio

No fueron a buscarme, pero me encontraron. No contaban conmigo, pero aparecí de pronto. No supieron qué hacer, pero salí adelante. Ése fue el principio. El principio de todo. Lo demás vino rodado, muy fácil, muy plástico, como si no hubiera habido otra alternativa. Ésta y punto, y a ver quién protesta. El resto es lo que ahora me digo a mi mismo. El resto lo llevo pensando hace años.

Según los que estaban allí, mi madre sólo pude verme una vez en la vida. Fue en un parto complicado, de esos de horas y horas, en los que el chiquillo no sale, la madre berrea y tienen que dar tajo entre sudores, gritos y vísceras. Así cuando vieron mi cabeza dieron un tirón de espanto y salí cuerpito fuera dándole a llorar. Me limpiaron un poco, me pusieron en sus brazos y, moviéndome como un gato repleto de bufidos, llena de sudor pero con la tarea hecha, me besó en la frente. No hubo más. La infección que pilló al día siguiente la tumbó en una semana. Por eso no tengo recuerdos. Por eso la cosa no empezó nada bien.

Como comenté antes, no fueron a por mí. Creo que a mi padre le falló la marcha atrás, ese desliz en el orgasmo que se te van las fuerzas y no la sacas a tiempo, aunque nunca lo supe a ciencia cierta, porque no tuve el valor suficiente de decírselo a la cara o quizás porque tampoco me interesaba demasiado el condenado. Lo que si supe, porque tampoco soy tan imbécil, fue que el susodicho se vio bastante apurado en aquel entonces para sacarme adelante. El entierro y todo lo que un bebé lleva a cuestas le tumbaron su sueldo de construcción de un porrazo durante años, y todos los condenados nervios de cuajo, llenándole la cabeza de canas y tirándole la mitad del pelo. Eso sí, la botella de whisky nunca faltó en la mesa. Antes faltaba Dios.

Ellas llegaron con mi niñez. Aquella niñez en la que aprendí mucho de aquel hombre, de sus silencios, de sus rudos gestos, del temple que da el alcohol. Aprendí a hacerme mayor, a hacerme mayor de pequeño, porque mi infancia empezó y acabó a golpes, fíjate tú por donde, ya que aquel señor, desde que me basté con las manos me hizo responsable de buscarme los garbanzos y salvar el pescuezo. Todo junto. Y al principio no se me dio nada bien. Mi nariz, mi boca y mis nudillos le cogieron rápido el gusto a sangre. Y aún lo recuerdan con cariño. Gracias papá. Por las viejas heridas. Por nada. Ojalá nos veamos en la calle de arriba, con suerte y tal, que te marcharte bien deprisa y nunca tuve la ocasión de despedirme a mi manera… hasta en eso tuviste suerte.

De aquella dulzura que me tocó vivir sin campanita ni polvos mágicos, nítidamente las recuerdo. Os lo aseguro… ellas estaban. Aunque nunca me he quitado de la sesera que en realidad estuvieron desde el principio. Ellas. Ellas. Ellas.

No hay comentarios: